Cuando yo estaba en el instituto no tenía problemas existenciales. Era parte del medio y así estaba bien. Las fiestas, el deporte, el reconocimiento académico con el gusto por el estudio, las expectativas universitarias, la popularidad y mi estupenda familia bastaban. Estaba satisfecho con todo y aunque también había insatisfacciones, eran puntuales y superables. Al graduarme acudí voluntariamente a una reunión del evangelio donde después de escuchar sobre Dios, el hombre, la necesidad que el hombre tiene de Dios, Cristo, la salvación, la oración y el mundo, creí y recibí a Cristo como mi Salvación, mi Señor y mi Salvador. Luego me fui a la universidad.
En esa etapa no perseveré en el camino del Señor. De hecho ni siquiera sabía qué había ocurrido exactamente durante aquella oración mía, en aquella reunión del evangelio algunos años atrás. Casi había olvidado el hecho mismo. En esa época, pensaba que aquella oración personal a Cristo, llamándole Señor, pidiéndole que me perdonara mis pecados y entrara en mí, había sido un evento aislado sin importancia ni trascendencia, con valor sólo de recuerdo y anecdótico.
Durante más de cinco años me vi involucrado en divertimentos y entretenimientos, estudios, vida disipada, presiones escolares, curiosidad bibliográfica, actividades mundanas varias, aspiraciones académicas y laborales, varios sueños y ambiciones. Yo había edificado mi vida sobre tres pilares: Mi familia, una relación de pareja estable, y mis logros académicos que me permitían un buen desempeño laboral.
Todo pareció ir bien por un tiempo, sin embargo, no podía desconocer que había algo bajo la superficie que no estaba tan bien. Todos pensaban que mi vida era buena, y lo era, así que ¿qué estaba pasando? Mi familia, aunque muy buena, cariñosa y gran apoyo para mí, comenzó a no parecerme suficiente; mi relación desapareció de pronto sin esperarlo; y mis conocimientos y habilidades no me servían para encontrar soluciones y respuestas. Quedar con los amigos ya no era tan divertido (2Co 6:14). Todo era aburrido; todo se había secado; todo era trivial, un sinsentido y vacío. Ya nada tenía el frescor de antes. Me hallaba sin anhelos.
No sabía entonces que antes de recibir al Señor, era sólo yo; después de recibir al Señor, era el Señor en mí (1Co 3:16; Ga 2:20). Lo que era suficiente para mí, para Cristo no lo era. Lo que para mí era bueno, no lo era para el Señor. Antes, mis emociones, vivencias y experiencias sólo dependían de mí y mi entorno; luego ya no era así, pues ya yo era uno con Cristo (1Co 6:17) aunque temporalmente lo desconocía. Algo había cambiado en mí aunque nadie alrededor lo sabía.
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