Un verano, hace algunos años yo estaba en un grupo cristiano que le daba mucho énfasis al estudio de la Palabra. Incluso muchos entre ellos tenían un gran nivel de conocimiento de la Biblia y trabajaban mucho enseñando a los más jóvenes. Los domingos por la mañana el pastor siempre nos recomendaba enfáticamente que no dejáramos de leer la Biblia cada día y aún que guardáramos los temas impresos que se impartían cada semana para que pudiéramos revisarlos después. Yo estaba cautivado por el Señor y quería servirle. Amaba Su Palabra y quería entrar en ella para serle útil y que Su obra siguiera delante. No faltaba a ninguna reunión, escuchaba todo con atención, era diligente en obedecer a los hermanos que nos pastoreaban y leía todos los libros cristianos que caían en mis manos. Mi oración a menudo era:
Fuimos a un campamento rural para los creyentes jóvenes de varios grupos cristianos de la provincia. Habíamos invitado a una hermana que estaba en la ciudad por algún tiempo por asuntos de trabajo y ella aceptó ir con nosotros. El objetivo era estar juntos, escuchar mensajes sobre la iglesia y el Cuerpo, y tener tiempos de charla y oración juntos, alejados de la ciudad. Una noche, luego del mensaje se nos animó a que formáramos grupos para orar acerca del tema y hablar sobre él. Nos reunimos algunos y todos opinábamos, agregando porciones bíblicas que sostenían nuestra intervención, generalmente centrada en nuestras preferencias e inclinaciones.
Algunos preferían las reuniones tranquilas y ordenadas. Según ellos eso tenía fundamento bíblico y defendían esta postura. Otros creían que debía haber más libertad, con una liturgia más flexible, con sus porciones de apoyo y su pasión. Discutíamos sobre qué tipo de reuniones estaban bien y cuáles estaban mal (1Ti 1:4). Todos teníamos opiniones, mucha información y elocuencia y nos aferrábamos a ellas confiados y apasionados (Prov 26:12). En cuanto terminó el debate le pregunté a nuestra invitada, que estuvo escuchando en silencio todo el rato, sobre la opinión de ella. Me respondió:
“Bueno, no es una opinión personal mía, es la revelación bíblica (2Ti 3:16), pero creo que si la reunión es tranquila y ordenada, y además es viviente, es decir, si está llena de la vida de Cristo, entonces está bien porque su realidad es Cristo. Si es tranquila y ordenada, y no está llena de la vida divina, entonces está mal. Por otro lado, si la reunión es desordenada y ruidosa y es viviente, está bien, pero si es ruidosa y no tiene vida, está mal. El referente es la vida divina y la experiencia de la vida divina (Jn 1:4), no el arreglo externo.”
Yo quedé completamente mudo. Mi sabiduría para responder a casi todo se desvaneció (Ro 12:6). Había sido llevado a un terreno en el cual yo no tenía experiencia ni palabras. Yo conocía muchos versículos bíblicos, estaba familiarizado con la historia de la iglesia y con cada libro de las Escrituras, iba varias veces por semana a escuchar a mi pastor, que era un reputado teólogo, sin embargo, este hablar y este enfoque eran extraños y nuevos, aunque maravilloso. Nadie nunca me había hablado de la vida divina.
Al regresar a casa llevaba conmigo el libro "El quebrantamiento del hombre exterior y la liberación del espíritu" del hermano Watchman Nee. Allí todo era nuevo para mí. Sus experiencias eran de un hombre que vivía a Cristo, no solamente que sabía acerca de Cristo, que tenía el disfrute y la experiencia del Señor como vida, no un mero expositor de teoría bíblica. Fui expuesto en mis carencias y necesidades. Había tanta luz en ese libro que tuve que orar mucho para poder completar una primera lectura.
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