Yo nací y fui criado en un hogar feliz y estable. Mi padre es ingeniero mecánico y mi madre era profesora de química y jefa de la cátedra en un instituto. Ellos constituían (aún hoy) un matrimonio exitoso.
Mi abuela paterna era cristiana. Ella solía llevarme al culto dominical cada semana. De aquella época sólo recuerdo una cosa: La mirada (Heb 11:26) de aquellas personas que se reunían con mi abuela a escuchar la Palabra y cantar. Yo percibía algo diferente en ellos; era como una agradable pulcritud y una mirada de extraña felicidad (Ro 12:12).
En mi mundo infantil estaban mis maestros, mis libros y revistas, mis juguetes, los muebles oscuros, antiguos y sólidos, como signo de orden en mi vida familiar, mis vecinos con hogares como el mío, los amigos de mis padres, casi siempre bien vestidos y simpáticos, mis tíos, cariñosos y con empleos interesantes, mis amigos vecinos y aquella gente de fin de semana con mirada limpia (Lc 2:30).
Para mi abuela, en ese lugar estaba Cristo, la comunión con los hermanos, el gozo de la Palabra y los cánticos, estoy seguro; pero para mí sólo había un montón de gente, a la cual yo miraba con timidez, preguntándome qué tendrían que se veían contentos (Hch 26:18).
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