Un compañero en mi clase en la universidad creyó en el Señor y casi inmediatamente yo lo supe. Él me contaba lo que iba aprendiendo y experimentando, tal como lo que se necesitaba para ser salvos y lo dulce que era orar. También era muy dulce para mí escuchar. Yo no lo admitía en ese momento, pero interiormente pero me gustaba que me hablara del Señor.
Casi cada día conversábamos acerca de las reuniones cristianas a las que él asistía; me explicaba algunos versículos y me contaba cómo él se sentía. En realidad no era pesado, sino espontáneo y sin imposiciones. A mí me parecía un poco misterioso y a la vez fascinante. De vez en cuanto hablábamos de algún tema. Él escuchaba mi concepto previo sobre el asunto y luego me hablaba de lo que había en la Biblia sobre eso.
Había tres asuntos especialmente sobre este hermano que muestran por qué fue tan útil al Señor cuidándome: Él podía responder con plena convicción luego de escucharme mucho; el Cristo del cual me hablaba era muy atractivo y precioso, siempre desde la experiencia personal, verdadero, viviente, sin pedantería, y por último, estaba claro -y especialmente para los que lo conocíamos desde antes- que él había tenido un verdadero cambio en su persona y este cambio no consistía en cosas exteriores, como ropas o el uso de ciertas palabras peculiares. Yo creo que él era un gran testimonio de Cristo en la universidad (Hch 1:8). Siempre que recuerdo aquella etapa, recuerdo a este hermano y siempre lo asocio con Cristo (2Co 5:17).
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